Todo político que permite la corrupción es corrupto, pero no hacer todo lo posible por evitarla es connivencia y, por tanto, también forma parte de la corrupción. Así, en crudo.
Mucho se ha dicho y mucho sabemos ya sobre la corrupción, datos hay en abundancia y no quiero entretenerme demasiado en ello. A estas alturas tengo pocas dudas de que Mariano Rajoy y la cúpula del PP cobraron sobresueldos en sobres cargados con dinero que provenía de aportaciones oscuras -oscuras por ser dinero negro y por ser por contraprestaciones más que sospechosas- de grandes empresarios; a estas alturas pocos serán los que duden de que Jordi Pujol y su familia crearon una red que durante décadas ha oscilado entre la extorsión y el amiguismo para enriquecimiento personal de un grupo reducido de políticos y familiares; en Andalucía el dinero de los ERE ha servido para que una trama corrupta formada por altos cargos públicos se haya enriquecido a costa de las subvenciones que tendrían que haber servido para ayudar a las personas más desfavorecidas; o pocos serán los que duden de que en Madrid y en Valencia ha existido un complejo entramado en el que han estado implicados muchos altos cargos públicos y empresarios hambrientos de favores y contratos. Un panorama desolador, cierto, pero tiempo es de pasar de la descripción al análisis y hacerlo de forma seria y desprejuiciada -cosa que intentaré, aunque no puedo prometer nada porque los prejuicios se esconden primero de sus poseedores.
Veamos algunas obviedades que, por serlo, no las tenemos suficientemente en cuenta o las retorcemos a conveniencia: todo corrupto lo es en la medida en la que posee el poder para hacerlo o, dicho de otra forma, si hay posibilidad de ejercer el poder, hay corrupción. Cierto hasta cierto punto, pero esta afirmación, por ser muy evidente, lleva a algunos a moldearla para afirmar que todos somos corruptos, que nadie se libraría de caer en la tentación, si tuviera el poder de engordar su bolsillo. Así, llegamos a la variante retorcida: si todo corrupto lo es en la medida en que puede serlo, entonces todo el que puede es corrupto, o dicho de otra manera, el que puede, mete la mano. Al afirmarlo así, estamos deslizando una disculpa muy sutil, estamos insinuando que el corrupto posee la misma catadura moral y la misma naturaleza que el resto de los mortales. Por lo tanto, diluimos -consciente o inconscientemente- la responsabilidad del culpable en una supuesta incapacidad natural que todos compartimos. No discutiré ahora sobre la naturaleza humana, pero, sea la que fuere, no debería importarnos en absoluto a la hora de señalar y condenar al corrupto, porque, sencillamente, no vivimos en la selva y todos deberíamos saber racionalizar nuestras acciones desde principios éticos. ¿Disculparíamos una acción terrorista con la excusa de que cualquiera lo podría haber hecho puesto que en nuestra naturaleza está la capacidad de matarnos unos a otros? ¿No reprobaríamos al que, haciendo uso de su fuerza física natural, violara a mujeres o esclavizara a hombres y niños? No me vengan con memeces, el corrupto, esté o no en nuestra naturaleza el egoísmo, merece una condena social rotunda.
Por otro lado, he oído en demasiadas ocasiones la excusa de que en los países meridionales, mediterráneos, o alejados del ordenado y pulcro norte, la corrupción es más habitual porque llevamos esa marca cultural en nosotros, porque convivimos con ella y trasciende todas las capas y ámbitos de la sociedad. Volvemos a disculpar a los poderosos corruptos disfrazando una conducta delictiva como si fuera una forma habitual de comportamiento cultural. ¡Qué le vamos a hacer si aquí todos somos iguales! Una excusa estúpida para presentarnos al corrupto como si fuera la proyección cultural de lo que somos todos y cada uno de nosotros. Falso. Cierto es que en la historia de todos los pueblos y las culturas encontramos la corrupción como un hecho social y político -incluso económico- destacable, pero también es cierto que muchos pueblos y culturas han progresado lo suficiente como para minimizar los efectos de la corrupción en sus sociedades. Entonces, ¿por qué es más habitual en unas sociedades que otras? ¿Cuál es el hecho diferencial o el factor determinante? Pues ni más ni menos que el deseo político, explícito y decidido, de querer erradicar ese comportamiento social legislando con dureza esas prácticas, de la misma manera que hemos minimizado o erradicado otros comportamientos criminales.
La corrupción siempre depende de la voluntad política de los que ostentan el poder. Es una evidencia que las clases más poderosas siempre han defendido, explícita o implícitamente, sus privilegios o determinados comportamientos para proteger y aumentar su patrimonio. Incluso en sistemas considerados como democráticos y muy avanzados para su época, los privilegiados solo han cedido parte de su poder cuando ha sido estrictamente necesario y con el único objetivo de mantener el statu quo -la famosa idea expresada en la maravillosa película de El Gatopardo: algo hay que cambiar para que todo siga igual. Nada desvelo si afirmo que poseer el poder político significa tener la capacidad de regular las prácticas sociales y, por tanto, también la de condenar o permitir aquellas prácticas que han favorecido a esas clases privilegiadas. Es por ello que afirmo con rotundidad que la corrupción existe en la medida que políticamente se ha aceptado o incluso se ha fomentado para beneficio de los más poderosos. Y, aún suponiendo que el poder político no se haya beneficiado directamente de esa corrupción, permitir la corrupción o no legislar para minimizarla convierte a los políticos en cómplices, además de inválidos para la función para la que han sido elegidos. Cierro pues el círculo y acabo como empecé este artículo, afirmando que todo político que permite la corrupción es corrupto y que no combatirla con leyes desde el poder es ser cómplice por omisión, es connivencia con los corruptos y tan reprochable como la propia corrupción. Y que cada palo aguante su vela.
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