He leído, en la página de Facebook del escritor Rodolfo del Hoyo, una nota en recuerdo de un familiar suyo fallecido a manos de las hordas nacionales después de la Guerra Civil. Fue su abuelo a quien asesinaron los franquistas. Los franquistas, aquellos miserables vencedores a los que solo movió el resentimiento y la ignorancia patriótica para cometer sus crímenes. Por lo que cuenta Rodolfo del Hoyo, su abuelo ni tan siquiera había ido al frente, nunca mató a nadie y seguramente jamás participó en enfrentamientos o cacerías ideológicas. Parece ser que el único crimen que cometió su abuelo fue ser un padre de familia que debía alimentar a siete hijos durante una época muy dura.
Aquellos franquistas, al tiempo que sembraban las cunetas de cadáveres impulsados por el odio e inflamados por el desprecio a los vencidos, impusieron la Marcha Real y la bandera rojigualda como símbolos de un estado construido desde la muerte y el miedo. El himno de Riego y la tricolor, los símbolos de la República, fueron quemados y enterrados con la esperanza infame de borrarlas de la memoria de todo un pueblo. Al fin y al cabo, para aquellas mentes estúpidas, la tricolor y el himno de Riego eran un recuerdo vivo de la libertad y la democracia, valores que jamás entendieron como propios. Por supuesto, para Rodolfo del Hoyo, la rojigualda y la Marcha Real nunca han sido sus banderas, esos símbolos siempre han estado asociados a la represión y el odio que unos traidores impusieron por la fuerza en toda España. Le entiendo. No solo le entiendo, comparto también ese sentimiento. Desde lo emotivo y desde lo racional. Y creo, además, que esta herida es difícil que jamás se pueda cerrar, si antes no tenemos la oportunidad de que todo vuelva al lugar que le corresponde. La rojigualda y la Marcha Real siguen siendo los símbolos que substituyeron por la fuerza a la tricolor y el himno de Riego y hasta que los muertos no se levanten de las cunetas, hasta que no se restituya la memoria de los que fueron masacrados, hasta que no se nos ofrezca la posibilidad de elegir libremente entre la rojigualda y la tricolor, el pueblo español debe sentirse traicionado y ultrajado. Yo no soy de banderas, incluso en alguna ocasión he afirmado que me molesta la sombra de cualquier bandera, pero es verdad que aún no se nos ha dado la oportunidad de elegir libremente el estado que queremos construir y los símbolos que deseamos que lo representen.
Otra cosa es lo que puede llegar a significar la cuatribarrada. Porque igual que aquellos salvajes mataron por odio a inocentes, también debemos admitir que una buena parte de los que financiaron aquella salvajada hablaban catalán. Y si los franquistas mataron a nuestros abuelos, también es verdad que nuestros padres tuvieron que trabajar durante doce horas seis días a la semana para poder dar de comer a sus familias, mientras la burguesía catalana engordaba sus bolsillos con el trabajo de nuestros padres y dedicaba su tiempo libre a actos nacionalistas en lugares tan exquisitos como el Palau de la Música. El nacionalismo catalán creció a la sombra del franquismo y preparó su desembarco en la democracia para seguir explotando a los hijos de los perdedores de la Guerra Civil, negarlo es hacer un ejercicio muy de moda últimamente: retorcer la historia para justificar la propia ideología. Porque el poder legítimo que se ultrajó fue el de la República. Y los símbolos de la República los podemos substituir por rojigualdas o por cuatribarradas, cada uno con sus connotaciones nacionales, pero solo se restituirá el ultraje cuando el pueblo pueda volver a elegir libremente si desea recuperar o no aquel estado y sus símbolos, o cualquier otro estado y cualquier otro símbolo. Y después, solo después, que cada cual busque la sombra en la bandera que mejor le plazca. Aunque, insisto, yo soy más de luz y de sol abierto.
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