26/9/15

Las vergüenzas en el balcón del Ajuntament

Dicen la malas lenguas que Luis Buñuel improvisó la escena de la última cena en Viridiana. Yo no me lo quiero creer porque esa pincelada de genialidad no puede ser que surja así, como una ocurrencia cualquiera. El caso es que la película se convirtió en una obra maestra gracias, entre otras cosas, a esa escena tan provocadora y cargada con tanto simbolismo. Pues bien, viendo la escena que se desarrolló en el balcón del Ajuntament de Barcelona y que ha avergonzado a cualquiera que cuente con un mínimo de sensibilidad democrática, se me ocurre que Buñuel igual hubiera ralentizado por un instante la escena para que pudieran clavarse en nuestras retinas todos los gestos y expresiones que dicen tanto de la actitud de sus protagonistas. Y ésta tampoco es una escena fruto de la casualidad, sino que puede ser, bajo mi punto de vista, una síntesis perfecta de toda la sinrazón con la que están conduciendo la política catalana esos que se han arrogado el papel de protagonistas (y que lamentablemente nosotros, todos, hemos asumido como tales).

Por un lado pudimos ver al chico travieso, ése que en muchas ocasiones hace de bocazas y que le encanta ser el centro de las risas o de los vítores o de las reyertas. Con tal de que se le vea, es capaz de remover en lo podrido para apestar el aire que respiramos. Alferd Bosch no lo puede evitar, él es así, un provocador convencido de que el mundo debería reírle las gracias. Y si mete la pata, pues él sonríe y pide disculpas como escupiéndolas a la cara porque el mundo es tonto y no le entiende.

Un poquito más allá, en un segundo plano, vemos la sonrisa socarrona del actor Juanjo Puigcorbé, ésa misma que igual sirve para representar al socarrón Juan Carlos (el Borbón) como al calavera machista que solo aspira a arrimar cebolleta. Pero es que hay actores que no interpretan, que solo pueden representar lo que son.

Punto y aparte, atentos, que llegan otros salvadores de la patria. Ahora arrinconados ante la muchedumbre que grita a coro (que, por cierto, es lo peor que le puede pasar a una muchedumbre, gritar a coro, y que es como para asustar a cualquiera), cuando antes eran el paradigma de las esencias patrias. Pero es que Alberto Fernández Díaz reacciona como reaccionan los patriotas: a codazos y atropellando a Dios y su padre, "por mis huevos". Dominado por la sinrazón, solo le interesa demostrar que la suya es más grande, faltaría más. Suerte que no estaba solo, suerte que le acompañaba esa señora rubia tan solícita (parece ser que regidora también) para demostrar que "pa cojones, los míos". Sinteticemos: si Bosch es el fantasma bocazas, Fernández es el tonto que siempre pica y acaba por ser el hazmerreír de la fiesta.

¿Y qué pasa con Colau? Pues Ada Colau actúa como esas maestras que insisten una y otra vez en dialogar, en analizar con la palabra las travesuras, en reconducir con sonrisa melosa y cálida la actitud del díscolo. Ada Colau debe ser de esas personas que te clavan la chapa durante decenios mientras tú piensas: crucifícame por Dios, fustígame, retuérceme las extremidades y arráncame las uñas, pero deja de taladrarme el pensamiento. También he de decir que Pisarello y Colau estaban condenados a ser víctimas. Es igual que hicieran o dejaran de hacer, estaban condenados de antemano. Vamos, que iban a recibir seguro. En una dialéctica tan obcecada y ciega como la nacionalista (de unos y otros), ellos iban a ser de los otros siempre, es decir, de nadie.

Pero, caso aparte son los dos truhanes de la izquierda. Tanto Mas como Trias sonríen apoyados en el balcón, mirando al populacho ensoberbecido desde las alturas, como ausentes de la escena, pero sabedores de que el rédito de la sinrazón va a acabar en sus bolsillos. Mas es el Presidente de la Generalitat, merece la pena recordarlo porque en la escena aparece como si fuera un intruso jodidamente divertido con lo que está sucediendo justo a su lado, pero ajeno y sin que el lodo le pueda salpicar. Quizás ésa es la alegoría más clara de la política catalana actual: la burguesía catalana mira divertida las escenas puerilmente pasionales que devoran a unos y a otros, sabiendo que ellos están a salvo escondidos tras una sonrisa hipócrita y condescendiente. Total, que de pendones iba la cosa.

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